Se llamaba Francisco Di Maio, pero le encantaba que le digan «Abuelo Chicho». Al igual que muchos inmigrantes, llegó junto a su madre cuando tenía apenas 9 años y, como tantos otros europeos perjudicados por la Segunda Guerra Mundial, llegó al Río de la Plata junto a sus tres hermanos en busca de paz.
Argentina lo abrazó con todo su amor maternal y le dio las oportunidades que Italia le había negado a él y a sus hermanos.
Altre volte
Su compañera, Sofía -le dicen Ñata-, rezonga porque la edad ya no los deja moverse con la energía que tenían antes. Los tiempos de antes significaban para ellos la realidad cotidiana de ese mundo mejor, esa comunidad que te acompañaba, ese país que ayudaba a que cada habitante se realice como persona, como padre, como hijo, como nieto, como trabajador y como amigo. Y Francisco trabajaba en su querido taller, la carpintería, una actividad que le permitió hacer su casa y comer el pan de cada día. Hoy miramos con nostalgia aquéllas máquinas que acumulan polvo, tal vez esperando que alguien las vuelva a poner en funcionamiento, que les dé una razón de ser, que las cuide como lo hacía Chicho.
Tenía marcado a fuego que el valor del trabajo es el medio a través del cual las personas se dignifican. Y que cada día que pasa, es una oportunidad para seguir aprendiendo, para mejorar las capacidades que uno supo desarrollar. Él como artesano de la madera y delicioso ebanista, sabía de qué se trata eso de que cuando sos bueno en algo, los pedidos son los que sobran.
Soñaba con un país en que todos pudieran tener un trabajo digno, y no se cansaba de repetir que eso depende de cada uno, de sus ideales, de sus fuerzas. Y solía confesarnos -no sin cierta cuota de dolor- que este maravilloso país por primera vez está fallando en ese sentido, debilitando la cultura del trabajo. Y esta realidad que hoy nos toca vivir, en la que muchos compatriotas forman parte de tres o cuatro generaciones de desocupados, él la vivía con sumo dolor, porque el fue parte de aquélla generación en la que el trabajo era el medio para alcanzar la dignidad, la felicidad del pueblo.
In memoriam
Hoy Francisco ya no está con nosotros. Se fue, acompañado con todo nuestro afecto, acaso con la certeza de que sus anhelos de un mundo mejor encontrarán en las nuevas generaciones su continuidad. Alguien alguna vez dijo que loas viejas generaciones son las que proveen de sueños a las nuevas, quienes a su vez les confieren nuevas formas, pero que en definitiva cargan con la responsabilidad de llevarlos a la práctica. Tal vez, muchos de esos abuelos que se nos van, saben que de nosotros depende ahora librar esa lucha, nutrida de pequeños actos cotidianos, en procura de un mundo mejor. Por la familia, la comunidad, la sociedad, el país, el mundo. Porque cada acción individual es una acción universal.
Historias como éstas se cuentan por millones en nuestro país y ellos, los inmigrantes, ayudaron a que esta tierra alguna vez fuera el granero del mundo, siempre apoyados en el esfuerzo, la voluntad, las ansias de progreso y la creatividad. Esos valores que tenemos que recuperar.
Desde luego que para mí, no se trata de la historia más de un inmigrante más. Es la historia de mi abuelo.
Gracias por todo tu amor,
Gustavo
Gustavo